Elogio y agradecimiento a Cataluña y a los catalanes

Cuando el hortelano entró por vez primera en su parcela encontró un arbusto extraño y casi desconocido. Eran un avellano y, en consecuencia, ajeno a los cultivos tradicionales de su aldea. Por aquellos tiempos, los emigrantes a Cataluña traían a sus pueblos en vacaciones plantas y semillas que admiraban y sorprendían a sus paisanos, a aquellos que no tuvieron la oportunidad o las agallas de emigrar. Así llegaron avellanos de Reus, lechugas de Prat o tomates de Montserrat, como llegaron a espuertas los ahorros y la ayuda económica a los abuelos y a los padres que no pudieron acompañarlos en la aventura de la emigración. Solo las Cajas de Ahorros extremeñas -¡qué gran error, presidente Vara, su desaparición!- saben cuántos recursos generaron para Extremadura y los extremeños el sudor de los emigrantes.

El caso es que el hortelano arrancó el avellano y lo sustituyó por otros plantones tal vez tan exóticos como aquellos. Con el tiempo, en el sitio de uno de aquellos arbustos catalanes sembró un azufaifo, regalo de uno de los amigos más queridos del hortelano impertinente, que, cuando pasea por las veredas de la huerta, tiene ocasión de ir reconociendo los árboles que le trajeron sus amigos del alma.

No entiendo por qué extraña razón me he acordado esta mañana de los avellanos leyendo el papel que sangra por la herida catalana. En esta huerta, en los ratos en los que el hortelano se solaza entre las coles y las patatas, el paisaje de Cataluña ha tenido una presencia muy grata. Pocas otras lecturas lo han reconfortado tanto como las páginas del Cuaderno gris y las memorias del payés más universal, Josep Pla. De él aprendió la observación minuciosa de cada instante rural y de sus habitantes. Uno de los últimos placeres de este lector entusiasta de Pla fue precisamente uno de sus libros imposible de encontrar durante muchos años hasta que fue reeditado muy recientemente, Viaje a pie. Él, que tal vez junto a Baroja, hayan sido los escritores más rurales de nuestro parnaso, escribe en este libro las páginas más críticas y laceradas contra los propios campesinos y sus pueblos (No son pueblos, sino sumas de casas, gentes que viven vecinas pero aisladas: Impera la insolidaridad más profunda…El payés es un ser desconfiado; pero, al mismo tiempo, se fía de todo y de todos con una inocencia inexplicable. (…) Se fía durante años y años de su eterno explotador. De la romana o de la báscula amañada”)

Pero no es de Josep Pla de quien el hortelano quiere hablarles, y ya le gustaría hacer algún día un homenaje a este hedonista universal, sino de la injusticia que los extremeños hemos cometido con los catalanes, dicho así en general, sin referirnos a los políticos que en esta hora están cometiendo un error histórico. Dicen las estadísticas que 180.000 extremeños residen en Cataluña, y no es cierto. Son muchos más porque, como los campesinos de Josep Pla, los extremeños que emigraron a Cataluña eran desconfiados y precavidos y mantuvieron en lo posible su empadronamiento en sus pueblos de origen. Si Extremadura tiene hoy un poco más de un millón de habitantes, en Cataluña residen no menos de 300.000 descendientes de extremeños y que conservan el cariño a su tierra de origen. Si el hortelano sale a la calleja del Altozano, y da veinte pasos adelante, les podría trazar el mapamundi catalán de su pueblo, lo mismo que lo podría hacer en cualquier otra localidad extremeña. Esa casa y esta otra se hicieron con el dinero que mis vecinos ahorraron en el Prat o en Reus o en Badalona, y aquel huerto se compró con el sudor de lo ahorrado en Hospitalet y así sucesivamente. Y si me acompañas te enseñaría la casa donde vivieron el padre de Jordi Évole o el abuelo de Jordi Hurtado…

Querrás decir que Cataluña se sostuvo y prosperó con la mano de obra de los extremeños y de los andaluces principalmente y con los recursos económicos que se hurtaron al desarrollo del resto de España.

Amigo, Tulio, estás cometiendo el mismo error y la misma injusticia que han cometido tantos otros y, entre ellos, Rodríguez Ibarra y Monago, dos de los políticos que más han colaborado al desgarro que esta mañana sangra en los papeles. ¡Qué soberana idiotez aquella del presidente Monago cuando dijo aquello de “Cataluña pide y Extremadura paga”! ¡Qué torpeza, además tan reiterada la de Rodriguez Ibarra, cuando gritaba. «Me importa un pepino y tres leches lo que pacten Pasqual Maragall, Arthur Mas o Josep Lluís Carod-Rovira, porque ya estoy hasta el gorro”. Ibarra y Monago, tan distantes pero no tan distintos, han estado al frente de los agravios españolistas que han favorecido el dislate de la hora presente. Con sus exabruptos anti catalanistas trataban de ocultar su incapacidad para crear riqueza y trabajo en su tierra. Sin los catalanes, sin la iniciativa empresarial de los catalanes, ¿dónde hubieran ido los extremeños que padecían hambre y miseria en los años sesenta? ¿Alemania? ¿Madrid? ¿País Vasco? A los emigrantes nadie les regaló nada, pero Cataluña contribuyó entre las que más a espabilar el hambre de nuestros paisanos.

Por supuesto que los mayores responsables del drama catalán son quienes están protagonizando la ruptura, capitaneados por el clan familiar y político de los Pujol, una banda de facinerosos, no tengas dudas, amigo Tulio. Pero también hay responsabilidad en la otra parte, y de forma muy destacada  del inquilino de la Moncloa, uno de los gobernantes menos dotado desde la Transición que conserva todos los tics del franquismo y que no ha estado a la altura de las circunstancias. ¡Cómo ha ido descendiendo con los años la calidad de los políticos españoles! ¡Qué diferencia de aquellos tiempos que el hortelano conoció de cerca cuando Tarradellas y Adolfo Suarez se entendían y pactaban! El hortelano recuerda de su otra vida la confidencia de uno de los dirigentes de Convergencia cuando justificaba el enriquecimiento de los gobernantes. Este humilde hortelano está absolutamente convencido que en la raíz de la deriva soberanista está un hecho incuestionable: el convencimiento de la familia política de Pujol de que la trama de corrupción que ellos ampararon y de la que se beneficiaron les iba a pasar factura inmediata.

 Cualquiera que sea el desenlace, tengo claro que es de justicia reconocer que aquella tierra nos ayudó a los extremeños a sobrevivir, lo cual no es poco. Está por hacer la nómina de los extremeños y de sus descendientes que han contribuido al desarrollo de Cataluña. Y cuántos otros regresaron y proclaman su agradecimiento. Y  recuerdo con cuánto cariño un gran político catalán a quien lo asesinó el desvarío de otro de los nacionalismos, Ernest Lluch, recitaba de memoria los partidos judiciales de Extremadura de cuando era viajante de comercio pro los pueblos de nuestra tierra.

Y como lo de sentir la patria dicen que es cuestión de sentimientos, yo voy a continuar en el recuerdo de los textos de Pla. Además siempre que el hortelano siente nostalgia de su huerta y de sus gentes lo primero que le viene a la cabeza son los versos Salvador Espriu, los del “inicio del canto del templo” que el hortelano conserva en una edición bilingüe entre sus poemas preferidos:

Ahora decid: “La retama florece,/ por todas partes en los campos hay rojo de amapolas./ Con nueva hoz comenzamos a segar/ el trigo maduro y con él, las malas hierbas.”/(…) Pero hemos vivido para salvaros las palabras,/ para devolveros el nombre de cada cosa,/ para que siguieseis el recto camino/ de acceso al pleno dominio de la tierra./(…) Ahora decid: “Nosotros escuchamos/ las voces del viento por el alto mar de espigas”./ Ahora decid: “Nos mantendremos fieles/ ya por siempre al servicio de este pueblo”

En los años oscuros de la dictadura, la primera vez que este escribidor imaginó algo parecido a Europa fue la Rambla de Barcelona ante un kiosco de prensa y de flores. ¡Cosas de la memoria y de los sentimientos!

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Cuando un pueblo no honra a sus “héroes”

Te diré, amigo Tulio, que una de las cosas que más placer causa a un hortelano reconvertido en jardinero es ver cómo brotan de la tierra los tallos de los bulbos que sembramos hace ahora más de un año. Es como si se juntaran la felicidad de ver el alumbramiento de una materia que parecía inerte bajo la tierra e imaginar que estos pequeños tallos, que son como la punta de una espada que asomara tras los rigores del verano, se convertirán, tan pronto como pasen los rigores del invierno, en un espacio lleno de color: jacintos, iris, narcisos, crocos, más adelante, tulipanes. Llegarán los fríos, la escarcha y el vendaval, pero aguantarán y se curtirán en la batalla del invierno. Estas lluvias de otoño están haciendo prodigios sin cuento, y no es el menor ver cómo las aceitunas de los olivos centenarios rellenan su pulpa cuando estaban a punto de perecer. Pronto estarán en las orzas dispuestas a ser condimentadas con orégano, ajo y tomillo salsero. Lo demás lo hará la mano maestra de quien sabe aliñarlas tal cual Columela recomendara en su tratado de agricultura. Por eso esta mañana, tan pronto como terminó de desbrozar los arriates de malas hierbas y de las hojas secas, el hortelano, eufórico al comprobar que el agua había regenerado la tierra, decidió prolongar la felicidad llegándose hasta la escuálida despensa del chamizo, tomar una lata, trocear el pan y servirse en la soledad del huerto un vaso de vino, que tenía el perfume y el sabor de la tierra recién esponjada. Pensó agradecer la oportunidad de este vino a quien aró la tierra, podó las cepas, la binó, recogió la cosecha y elaboró este caldo generoso. Y lo mismo podrías decir del trozo de pan que tienes sobre la mesa. Es del horno del pueblo, como lo son la lechuga, el tomate o los huevos de gallinas. La dicha que los dioses nos reservan a los campesinos de  “comer de lo propio”, que no hay tarea más digna que la de cosechar lo que tú mismo cultivaste.

Ahora pienso que el “comer de lo propio”, de lo que uno cultiva y amaña, tiene su intríngulis porque, al fin y al cabo, en la base del  sentimiento de pertenencia a una tierra, a una nación, a una patria, está el condumio compartido. Quienes comparten el pan y el aceite, no es extraño que se sientan miembros de la misma tribu. Y si, por lo demás, les sobra trigo o garbanzos, lo normal es que lo intercambien por un pollino o por una arroba de aceite. Ya me entiendes. En el principio de todo sentimiento nacionalista o soberanista, y quién sabe si también en el final, está el estómago y, saciado este, la alforja o la cartera. Nada tan cohesivo como comer de la misma cazuela o compartir idénticos ingredientes. Ya ves, amigo Tulio, que a este hortelano pensativo no le costaría mucho esfuerzo trabar una teoría sobre el papel del condumio en la formación del espíritu nacionalista. Y te digo más: si algún día este hortelano se perdiera por el mundo y le reintegraran con los ojos vendados al Altozano de mi aldea, lo reconocería sin duda por el olor que desprenden las chimeneas de mis vecinos, y, si me apuran, les diría de dónde viene el olor de la fritada de tomate y pimiento o ese aroma inconfundible de la grasa del cerdo en la cazuela.  Lo demás del soberanismo, una vez aseguradas las viandas, viene rodado: el culto a los muertos enterrados en el mismo corralillo y el reclamo del paisaje. No solo el paisaje físico –la encina, la dehesa, el horizonte- que ya sería bastante, si no, además, el relato compartido. Y es así como venerando a los muertos, trabajando la tierra y platicando con los vecinos, se construyen las patrias y las identidades ahora que tan de moda están en los papeles hablar de tribus y de naciones.  A ti y a mí, amigo Tulio, nos une el paisaje, cualquiera que sea, pero sobre todo la dehesa, o esa tierra de labrantío, pobre y mísera porque la ha esquilmado durante siglos el arado para que tus abuelos y los míos no perecieran de hambre. Si no, ¿de qué otro modo justificar el apego que tenemos tú y yo a este territorio?  ¿Por qué nos alegramos tan sinceramente cuando reparamos en aquellos que a lo largo de la historia dejaron sobre él una huella? Nosotros no necesitamos inventarnos la historia ni crear artificialmente héroes patrios. Que yo sepa, en Extremadura no nació Ulises, ni Cervantes, ni siquiera Velázquez. Pero aquí, a cambio, “comieron de lo propio” otros personajes cuyos nombres igualmente están grabados en el muro de la historia. ¿Cuáles? Pensemos en quiénes sin agotar la nómica de los descubridores y conquistadores. Sin duda, Hernán Cortés, Zurbarán, Luis de Morales. Podemos discutir si son estos o añadimos otros, pero no me negarás que esta terna son personajes que han llenado un hueco en la historia si no universal, sí nacional. De Cortés, no tengo dudas. Y Zurbarán y Morales están en el partenón de las artes de este país que ahora, deprisa y corriendo, algunos tratan de recuperar.

 –Sé por dónde vas, hortelano, y veo que todavía no te has recuperado del disgusto que te ha causado la frialdad con la que Extremadura ha tratado recientemente a estas tres personalidades de nuestra historia. Pero el problema no es nuevo. Estamos acostumbrados a menospreciar lo propio, mientras que sacamos pecho por personas cuya vulgaridad demuestra la frivolidad de quienes los patrocinan.

Lo sabes y no me cuidaré de ejercer la impertinencia. ¿Qué se puede esperar de una tierra que cuando todo un país, y otros muchos, fijan su atención en un gran acontecimiento cultural, como lo fue hace unos meses la gran exposición de Hernán Cortes en Madrid, el presidente de los extremeños, que tuvo tiempo para viajar a islas y archipiélagos, no encontrara tiempo tan siquiera para visitar la más completa muestra de la epopeya de Hernán Cortes en América? Ni la Universidad, ni la pomposa Real Academia de las Artes y de las Letras, nadie, con la única excepción de Económica de Badajoz, acompañaron desde Extremadura el éxito de aquella muestra. Y cuando a finales de la pasada primavera, el Museo Thyssen puso en la escena de la cultura europea una exposición antológica de Zurbarán, Extremadura fue la gran ausente. Ni un solo cuadro de los frailes blancos de Guadalupe. Ni uno. Y está sucediendo lo mismo con la exposición de Luis de Morales en el Prado. Tres acontecimientos excepcionales, de rango histórico porque no se volverán a repetir en muchas decenas de años, sin que la Extremadura oficial pestañee. ¡Terrible, amigo Tulio, la indiferencia, mejor dicho la ignorancia y la necedad, de las instituciones extremeñas con la memoria de tres de sus “héroes”! ¡Pero si apenas tenemos referencias con las que justificar nuestro orgullo de región, y aquellas que poseemos -¡pocas en comparación con otras Comunidades!- las despreciamos…No entiendo, Tulio, la torpeza de los extremeños con sus “héroes”

Pues, probablemente, porque piensan que la historia no da dinero ni votos, y han optado por construir un espíritu regional a la defensiva, fundado en la aparente ofensa que otras Comunidades o el Estado infringe a los extremeños en materia de desarrollo.

Yo creo que el problema es más grave y tiene el mismo origen que el retraso económico y social. En la historia de los pueblos, la innovación y el desarrollo ha venido siempre de la mano de unas minorías que hicieron de avanzadilla para lograr el progreso. En Extremadura, las minorías han estado sometidas al interés político de unos pocos que han construido una épica falsa. Volvemos a lo de siempre, Tulio, a la falta de tejido social, oprimido por el poder político y administrativo. No hay opinión pública ni pensamiento crítico en esta tierra, y pasa lo que pasa. Pasa que hemos perdido la ocasión de rentabilizar cultural y económicamente a tres de las figuras más preclaras de nuestra historia: Cortes, Zurbarán y Morales. Han estado en el escaparate de los grandes acontecimientos culturales internacionales. En todos, menos en su tierra. Y mientras tanto, el presidente Monago prometiendo 90.000 euros para la financiación de un disco a un grupo de rock. ¡Fantástico, Tulio, fantástico! ¡Los votos, Tulio, los votos! jjbb

 

 

El hortelano visita los palacios el día que los “hormigones” abandonaron el hormiguero

Las del alba sería cuando el hortelano vio los primeros hormigones. Como eres hombre de asfalto, te diré, amigo Tulio, que los hormigones, son hormigas que, tan pronto como barruntan las primeras lluvias del otoño, salen de sus escondrijos convertidos en seres alados. Copulan en los charcos de los caminos; los machos fenecen, las hembras, preñadas, se desprenden de las alas ocasionales, forman nuevos hormigueros y, así, la continuidad de la especie está asegurada. Poco más te puede contar sobre estos seres prodigiosos este hortelano al que le sobra curiosidad y le hace falta, como en tantas otras cosas, conocimiento. Sí te digo, Tulio, que mis amigos, los hombres de campo, se alegran hasta el infinito cuando, como a mí me ha sucedido esta mañana, ven los primeros hormigones como heraldos de la sementera. Ya sé que tendría que explicarte lo de la sementera y cómo en la tradición campesina las hormigas aladas van asociadas a la prosperidad, como me imagino sucederá a las gacelas en el Serengueti cuando presienten la llegada de estación de las lluvias ¡Cosas inútiles que aprendió este pobre hortelano!

Pero el hortelano, henchido del entusiasmo que le ha producido la aparición de los hormigones, anda embebido en un pensamiento que le inquieta. Te prevengo, pues, amigo Tulio, sobre lo que ando rumiando, pues sabes que los de mi especie, sean o no impertinentes, somos gente concreta y nos gusta las cosas claras y el estiércol verdadero. Acaso yo sea una excepción cuando me enredo en la elucubración, pero te aseguro que mis colegas, los del sacho y rastrillo, son personas, de principio a fin, sin atajos. Ocurrió que, en estos días, el hortelano abandonó su parcela y bajó a los palacios. Encontró a una legión de políticos ocupados en solucionar la vida de todos nosotros: preparan leyes y reglamentos, se afanan y se pronuncian sobre todas las cosas que necesitamos desde que nacemos hasta que, en nuestro recuerdo, doblen las campanas, un honor -no sé si lo has reparado, amigo Tulio- que el destino nos ha reservado a los aldeanos. ¡Cuánto saben los hombres que habitan los palacios! Entienden de puentes y de escuelas; dominan todos los conocimientos; nos aleccionan y nos reprenden, empeñados como están en solucionarnos la vida y la muerte y, a lo mejor, nosotros, las gentes del común, somos tan ingratos que ni siquiera les agradecemos sus desvelos.

Y digo yo, amigo Tulio, ¿de dónde les vendrá a los políticos esa especial vocación por solventar los problemas ajenos? ¿Por qué ni tú ni yo hemos tenido la tentación de solucionar la vida de los otros, mientras ellos, los políticos y los funcionarios, se afanan, trajinan día y noche dedicados al “servicio público”? ¡Misterios de la vida, Tulio, misterios! Algún día se lo preguntaré al séneca que a veces baja a la huerta en los tiempos de cosecha, y el muy precavido se trae en el bolsillo una bolsa del carrefour para llevársela llena de tomates, pimientos, y no ahorra ni el perejil ni la hortelana. Es como los políticos, te dan unas cuantas consejas y, a cambio, se cobran en especie. Pero tú sabes cuánto lo aprecio y lo respeto, porque habla con la sabiduría de quien gobierna el mundo de la naturaleza: ahora que salgan los hormigones, ahora que germinen los bulbos o que un bando de mariposas amarillas liben la flor del romero, que es lo que el hortelano está observando mientras se le está trabando otro pensamiento, pero no sabe cómo llamar a eso que consiste en olvidar la razón de las cosas. Es decir, cómo algunas personas pierden el sentido de la realidad de modo que cabalgan sobre un mundo irreal, y, sin embargo, siguen convencidos de que los intereses de los demás coinciden con los propios. Como los políticos, la mayoría de los políticos, sin ir más lejos. En tiempos, el mejor ejemplo de este síndrome era el “complejo de la Moncloa”, una dolencia que se inventó en tiempos del mejor presidente de la democracia y que se ha extendido de presidente en presidente y que heredarán los iconoclastas de la “casta”. Esta especie de “irrealismo” es lo que ha percibido el hortelano visitando los palacios que habitan los hombres y mujeres que han decidido sacrificar sus vidas en bien de sus prójimos.

Ya sé, Tulio, que me estoy yendo por las ramas ahora que el otoñó está poniendo estas tonalidades maravillosas en la de los frutales. Déjame, pues, terminar este soliloquio. Y es que escuchando a la gente que habita en los palacios pienso que, de tanto pensar en el bien de nosotros sus prójimos, han perdido el sentido de la realidad. Viven en un mundo fantástico, poseedores como son de la llave del cofre del tesoro, y, como hablan día y noche del bien común, han segregado una substancia viscosa que les impide columbrar la realidad, y así muchas veces confunden lo público y lo privado, sobre todo en sociedades en las que no existe más tejido social que el que ellos mismos han creado para perpetuar su especie ¡Como los hormigones, Tulio, como los hormigones! Solo se excitan cuando entran en combate frente a sus adversarios, contra aquel que intenta apearlos de la hembra en la que han fijado sus aguijones.

-Amigo hortelano –interrumpió al fin Tulio la deriva del discurso del hortelano impertinente-, te excedes y te ofuscas, y lo peor es que te viene ocurriendo con más frecuencia en los últimos tiempos. Como sigas por ese derrotero, no vas a tardar en poner en duda la razón de la democracia a la que tantas veces has alabado. Dime, si no, ¿cómo se gobiernan los pueblos si no es con representantes y funcionarios? ¿No querrás que quienes habitan en los palacios, como los llamas, no reciban estipendio, o no cuiden de los intereses de quienes los apoyan, o que quienes se ponen los manguitos en las oficinas, -los palacios alicatados- dejen morir de hambre a sus hijos. Me da la impresión, hortelano, que quieres decir algo que no logras o no te atreves, y te estás perdiendo en el preámbulo. Dilo por lo llano y tal vez luego podamos discutir con provecho.

-Lo diré, lo diré… y es que noto que las ideas, cuando las pienso en la huerta, se curvan y culebrean y, como esa enredadera que ha terminado por colonizar el tronco del granado, van tomando adherencias de todas partes. Quería decir, en primer lugar, que, en esta nuestra tierra, la política y la Administración ocupan todo el espacio cívico y social. Y si quedara alguna molécula libre, está contaminada por la omnipresencia de lo público, y que, además, lo público está determinado por los intereses privados de los partidos que gobiernan. Quería decir, en segundo lugar, y en consecuencia, que diría Felipe González, el segundo mejor presidente de la democracia, que no existe sociedad civil; que, fuera de la política y de las administraciones, lo demás, todo lo demás, es un tremendo agujero negro. Y ya sabes lo que ocurre en los territorios donde no existe sociedad civil. Quería decir, en tercer lugar, que el problema de Extremadura, (el atraso y, como corolario, el paro) es que no existen planteamientos técnicos y profesionales en los programas de gobierno. Quería decir, en cuarto lugar, que la responsabilidad de lo que ocurre –el atraso y el paro- corresponde a todos nosotros, a los políticos y a las minorías que tengan conocimiento y responsabilidad. Quería decir, en quinto lugar, que, como no se active la sociedad civil, no habrá solución en muchas décadas. Y que de todo ello es responsable, la Universidad; responsables, los colegios profesionales; responsables las Fundaciones; responsables las asociaciones de toda clase que se limitan a limosnear en los palacios; responsables todos los que con entendimiento soportan y toleran que la única voz, sea la voz de los políticos.

-¡Hombre!, ¡Hombre! No será para tanto… Y sobre todo, ¿qué es la sociedad civil?

-Todo lo que no sea Administración y política de partido. Todo lo que no dependa de los dineros o del favor de los que gobiernan. Di en público, amigo Tulio, eso que a veces te he escuchado, de que en Extremadura gobiernan los “cuñados”, entendiendo por “cuñados” los amigos y los amigos de los amigos. O lo que me dijo aquel ejecutivo de una multinacional que en Extremadura nunca sabía dónde comenzaba lo público y terminaba lo privado. Cuenta en público aquella anécdota que nos contó un amigo común sobre la reunión que mantuvo en un despacho de abogados. Se trataba de interponer una querella por corrupción contra destacados prohombres de la provincia. Los letrados cavilaban en qué tribunal presentarla. Y es aquí donde surgió el pasmo del amigo cuando presenció la discusión “técnica”: si la presentaban en aquel juzgado, resulta que el fiscal o la fiscala estaba casada con uno de los prohombres; pero si la encaminaban a aquel otro juzgado, el magistrado tenía algo más que relación ante tal o cual fuerza política, y si lo hacía en otra instancia, su cuñado… Y fue aquí donde mi amigo llegó a la penosa conclusión de que Extremadura es “tierra de cuñados”. Y acuérdate, Tulio, de aquel otro amigo que nos refería otra anécdota -¿categoría?- todavía más sabrosa: el dirigente de una entidad puntera de la región que dejó de confesarse en aquella circunscripción porque el regente del confesionario trataba de colocarle a toda su parentela poco antes de la absolución.

-Dicho así, efectivamente los pueblos prósperos tienen una sociedad viva y estructurada. Están organizados. Existen entidades, círculos, academias, colegios, con autoridad y prestigio.

-Aunque nada más fuera colaborar para encontrar las mejores soluciones, para confrontar alternativas, habría que crear debate público, no solo en beneficio de los ciudadanos, sino para el éxito y en interés de los gobernantes. Mira Tulio, antes hablábamos de la administración y de los funcionarios. ¿Quiénes toman las decisiones que atañen al futuro de Extremadura y de qué forma se adoptan? ¿Es posible que los políticos y los funcionarios sea tan inteligentes, tan documentados, que no precisen ni siquiera de la opinión de la Universidad – “ni está ni se la espera”-, de los Colegios Profesionales, de las Cámaras de Comercio, de los Círculos si los hubiera…

-¡Colegios Profesionales!, no seas ingenuo. Si ellos mismos viven del favor de las Administraciones. ¿Qué quieres, que no los contraten o que sus informes decaigan en los órganos oficiales? ¿No recuerdas el caso -te podría dar el nombre- de quien para pleitear ante la Administración hubo de buscar en otras Comunidades Autónomas quien les firmara los dictámenes técnicos?

-Me lo estás poniendo peor de lo que yo imaginaba, amigo Tulio. Dejémoslo estar y dediquémonos a la contemplación de esta tierra maravillosa, que tiene, en estos días de otoño, atardeceres extraordinarios, como esos que ilustran las campañas de turismo que llenan las páginas de los periódicos y se asoman a los programas de televisión: “Sencillamente, Extremadura”. No vayamos a estropear los buenos propósitos de nuestros gobernantes. No nos compliquemos la vida, amigo Tulio. ¿Has leído, por cierto, lo del ferrocarril de mercancías que Portugal construirá hasta la frontera? ¡Y nuestros políticos afanosamente tirándose el AVE a la cabeza! ¿Has leído el discurso del presidente Vara en la Feria de Zafra anunciando una lluvia de millones europeos a cargo del PDR?

-¿Qué es el PDR?, por cierto?

-¡Los hormigones, amigo Tulio, los hormigones, que al menos una vez al año abandonan el hormiguero para preñar a las hormigas aladas

-Pero decías que los hormigones machos mueren después de fecundarlas…

-Los hormigones, Tulio; ya están aquí los hormigones. Ojalá los hombres de pensamiento abandonen, igual que ellos, el hormiguero. Solo así sobrevivirá la especie de los hombres libres y prósperos. “Sencillamente, Extremadura”. jjbb