El hortelano lleva días confuso, disperso y aturdido. Le ocurre siempre que pasa el tiempo sin pisar la huerta. Es como si los dioses hortelanos se vengaran de quienes abandonan sus obligaciones y tareas. Lleva días azacaneado viendo pasar el tiempo sin ser consciente de que, a una determinada edad, los días sin substancia son moneda falsa. Se consuela pensando que, ahora que ha llegado el invierno, es el momento de los placeres melancólicos. ¿Placeres melancólicos? Sí, placeres melancólicos. O díganme de qué otra forma se puede nombrar lo que a continuación les digo: en el tiempo de las grullas las labores en la parcela se espacian y siempre que esto sucede, es decir tan pronto suena el trompeteo de las grullas, el hortelano abandona la azada o la tijera y se embebe contemplándolas camino de los dormideros. Y piensa que ese rumor que llega desde el cielo es un sonido primitivo y ancestral, como reliquia de edades remotas, de cuando el universo comenzó a tener historia. Cuando estas tierras las habitaba o las deshabitaba el hombre de las cavernas, cada mañana apartaría la piedra de su cueva, se asomaría al exterior y escucharía, como estoy escuchándolo ahora, el vuelo sonoro de las grullas que llegan desde las tierras del frío a la tibieza del bosque extremeño para competir con los gorrinos esperando que el fruto de la encina y de los alcornoques se estrelle contra la tierra tibia de la dehesa. Para los que habitamos esta tierra austera y generosa el paso de estas aves en invierno es tal vez el recurso poético o lírico más en consonancia con el tiempo de la Navidad, en las horas en las que se afinan los sentidos, las sensaciones se hacen transparentes, se licúan los sentimientos.
El hortelano ha hecho los deberes del invierno. El primero y principal, el acarreo de leña para la chimenea. Míralo con su gorrilla calada arrastrando el carrillo por la calle repleto de los leños de encina que, esta misma tarde, crepitarán en la chimenea de su casa. Escucha con qué felicidad responde a sus vecinos cuando le dicen “no está mal para lo que se avecina”. Nada tan reconfortante como este trabajo, preludio de las jornadas de deleite viendo como, mientras escucha música, el sol enciende en el patio el fruto del limonero. Porque esta leña de encina calienta más el corazón que los pies. Y no parará de conducir la mirada desde el capricho de las llamas de los leños ardiendo hasta el verdor del jardín que presiente la escarcha de la noche ¡Dulce, fecunda, inspiradora melancolía! Y ahora que está escuchando el chelo que compuso Dvorak y, a veces, parece que el chasquido de la lumbre acompaña el final de cada tempo, se le vienen a la infeliz memoria los versos tantas veces degustados que te reconcilian con el mundo y las cosas, comenzando por los versos de Jorge Guillén del “beato sillón”. El sillón al que Jorge Guillén sacralizó es este mismo en el que yo veo el declinar del día y desde el que recito los pocos versos que el hortelano recuerda: “No pasa nada/. Los ojos no ven, saben/El mundo está bien hecho…”
Sigues regurgitando los otros versos de Juan Ramón. Estos sí que los recitas más de recorrido porque muchas veces te has reconfortando diciéndolos: “¡Qué quietas están las cosas/ y qué bien se está con ellas!/ Por todas partes, sus manos/ con nuestras manos se encuentran./ Cuantas discretas caricias, qué respeto por la idea;/ como miran, extasiadas,/ el ensueño que uno sueña”
Vas reparando en el prodigio que son las cosas que te rodean, la mesa y la chimenea y el dibujo de esa niña perenne que dormita la siesta sobre su brazo y el “beato sillón” que soporta tu dulce melancolía en la soledad de una atardecida navideña. Todavía la memoria te alcanza para recordar los de Claudio Rodriguez, los versos de acción de gracias que mejor exaltan el sentimiento de plenitud melancólica que esta tarde está nutriéndote al borde de la chimenea en la cercanía de tu huerta. Son los versos del don de la ebriedad: “Siempre la claridad viene del cielo;/ es un don: no se halla entre las cosas/ sino muy por encima , y las ocupa/ haciendo de ello vida y labor propias/. Así amanece el día; así la noche/ cierra el gran aposento de su sus sombras”.
Y así, de verso en verso, podrías ir componiendo tu pequeña antología de los placeres de una tarde de invierno y dejar que la memoria te conduzca a los versos de dos poetas a los que frecuentas no solo en los libros sino en el calor de la amistad recompensada. Los versos de tu amigo Pepe Iglesias que exaltan la tierra a la que tanto quieres y con la que tan comprometido sin interés te encuentras: “Vamos a caminar sobre el último/ rescoldo de la tarde encendida./ La muerte toca las hojas del otoño./Y estás tú sonriéndole al crepúsculo./ Y estoy yo callado y pensativo,/ más allá de todo. / Más allá de todo…”
O estos otros, también de Pepe Iglesias: “En esta lenta soledad del día/ que desgrana minutos como gotas/destilando ternuras o ansiedades,/presentimos la vida./ Presentimos que a veces nos estalla en lo íntimo/ un furor de palabras que desciñen la noche…”
Y los versos horacianos de otro amigo poeta, Juan Carlos Rodríguez Búrdalo. “Ahora que los años han ardido/ en los fuegos oscuros de la vida, /ahora que el recuerdo es solo sombra;/ ahora que los pasos son opacos/ y no encuentra su espejo la mirada;/ ahora llevo turbio el corazón/ y nevado el retrato de aquel niño. / La memoria se extiende como un valle/ entre la niebla, música guardada/ hasta el vuelo final de la belleza./ Solo el río pequeño sobrevive,/ cada vez más cercanas sus orillas…”
Perdona, Tulio, a este viejo amante de una patria bucólica ya fenecida; disculpa que hoy, ebrio de versos, no se le ocurra ninguna impertinencia. El mundo esta bien hecho, las cosas nos hermanan en la belleza, y la nostalgia me ha secado el caudal de la impertinencia. Y es que, esta tarde navideña, el tiempo se ha metido en lluvia y en versos y en melancolía ¡O dulce melancolía de los textos de Pessoa, de Machado, de Rilke, de Juan Ramón o de Juan de la Cruz (Oh noche más amable que la alborada)! Tan pronto como se apaguen los últimos murmullos de la aldea este aldeano melancólico se irá a la sombra de la luna (¡es luna llena!) de uno de los arcos de la plaza para recitar los versos que los poetas amigos –Álvaro Valverde, Juan Carlos Rodriguez Búrdalo y José Iglesias- dedicaron a la plaza porticada. La plaza de mi pueblo, querido Tulio, es la gran señora de las plazas de los pueblos. ¡Feliz Navidad, Tulio!