LA MUJER VERATA QUE SE ATREVIÓ A INCREPAR AL REY, Y EL ESPÉCIMEN DE LOS “QUIETOS”

En los momentos críticos de los pueblos siempre hay una mujer, una mujer fuerte, que nos salva. ¿O no? En la vida de los pueblos, en los pueblos de iglesia y campanario, hubo una mujer que salvó la hacienda y la despensa que el varón disipó recostado en la taberna o en el casino. Son esas mujeres heroicas de mi pueblo, siempre en ajetreo, cuidando la parcela, sachando y cavando y, ahora, “dando horas” para sacar adelante a los hijos o a los nietos ¿O no? Para alabar a aquellas y a estas mujeres de los pueblos, el hortelano trata de no recurrir al Libro de los Proverbios en el que se hacen versos bellísimos sobre la mujer fuerte, aquella  que busca lana y lino/ y trabaja con diligencia./Aplica sus manos a la rueca,/ sus palmas empuñan el huso./Abre su palma al indigente,/y extiende su mano al pobre. A poco que el hortelano se lo propusiera encontraría el nombre de las mujeres fuertes de su tierra, aquellas -que las hay- que empujaron a los maridos y a sus hijos a buscar trabajo y mantenimiento fuera, cuando comprendieron que dentro no había salvación. Y aquellas otras que se atrevieron a decir cuatro verdades cuando los hombres, resignados, se callaron.

Te diré, amigo Tulio, la razón por la que esta mañana, todavía con el ronroneo de las abejas libando la flor de los naranjos, traigo a colación a una mujer anónima. ¡Lástima que no conozca su nombre y que su protagonismo haya sido tan efímero! Ocurrió el otro día bajo la lluvia en la explanada del convento, las gentes oficiales lo llaman monasterio, que sirvió de retiro al emperador Carlos V.  Un puñado de veratos aguardaba al rey de los españoles y a su séquito para vitorearle. No todos los días los extremeños hemos tenido ocasión de gritar a un metro de distancia ¡Viva el Rey! En tiempo tampoco tuvimos oportunidad de gritar lo contrario. Y en esta estábamos, cuando una mujer de la raza de las extremeñas valerosas, con cara de mujer fuerte, rompió el cordón de seguridad, se agarró a la mano del rey Felipe, de la dinastía de los Borbones, para increparle mediante una plática de una contundencia extraordinaria como pocas veces las habrá escuchado en su breve mandato. Parecía un diálogo de Nuria Espert en una noche del verano extremeño, en el teatro romano de Mérida, interpretando a cualquiera de las mujeres de Eurípides. Este fue el dialogo entre la mujer del anorak rojo en la explanada de Yuste y el rey de los españoles:

Mujer verata: El trabajo, ¿dónde está para los jóvenes?

Rey. Estamos todos trabajando en ello.

Mujer verata. Pero estas jóvenes que están aquí no tienen trabajo… Ninguna. Todos los años te digo lo mismo… Hay que intentar trabajo para todos los nietos.

Rey: En eso están…

Mujer verata. Todos me dicen igual

Rey. Ya, pero… yo llego donde llego

 

 

La mujer del anorak rojo pertenece a la raza de aquellas mujeres que describió el jesuita Pedro León en 1592 cuando narraba su experiencia de predicador misionando en Extremadura y regresó a su base de Sevilla consternado de cuanto vio: “las mujeres de esta tierra son medio hombres en sus hechos y dichos. Van a cavar y a segar el campo y traen mejor un haz de leña muy grande a cuestas que un hombre, ni dicam que una bestia.” La mujer verata, el otro día, hizo y dijo  lo que los hombres no se atrevieron: desahogar la frustración de tantos extremeños ante el paro, aunque errara de dirección. No era al rey al que tenía que pedirle cuentas ni trabajo para sus nietos, ni siquiera tal vez al presidente Fernández Vara que escuchaba atónito a aquella mujer que se había saltado el protocolo. No dejes de ver el rostro de Fernández Vara en el momento en el que la mujer fuerte se atrevió a interrogar al rey. Pero tampoco el presidente de los extremeños es el máximo responsable, aunque también lo sea, de la falta de trabajo que sufren los extremeños. Si estuviéramos en el teatro de Mérida en una noche de verano y representásemos la tragedia de un pueblo que busca y no encuentra trabajo, le recomendaría a Miguel Murillo, por ejemplo, que reprodujera la escena de la mujer verata, desgreñada, arremangada la falda, apuntado con su dedo índice hacia el cielo interpelando al pueblo extremeño o al dios del pueblo extremeño por su eterna incapacidad e impotencia para crear trabajo.

 

Estás aquí refugiado en el portalillo de tu huerta, sentado en un sillón confortable, admirado de ver los mil colores de las rosas de mayo y te ha dado por recordar la escena de la mujer verata increpando al rey de los españoles. Y si le das a la tecla del artilugio y pones el nombre de cada pueblo o aldea que tienen frontera con tu aldea, verás que el índice de paro de este territorio, comenzando por el de tu aldea, es del 40 %. Es decir, Tulio, si sales a la puerta de tu pegujal y miras alrededor, debes tener presente que el 40 % de tus vecinos están en el paro. Y si miras al Sur, en la aldea más próxima, el paro es del 44 %, y, si vas girando la vista de derecha a izquierda, los lugares con los que limita sucesivamente tu aldea tienen un porcentaje de paro del 9 %, del 14 %, del 29 %, del 30 % y del 24 %. Si además le pides al artilugio que te de los datos de densidad de población, te responderá que tu aldea tiene 10 habitantes por kilometro cuadrado. O sea, Tulio, en pleno siglo XXI tocamos a diez personas por kilometro cuadrado. Aun contando con los funcionarios, los pensionistas, los niños, en cada kilometro cuadrado cuatro de mis vecinos estarían en paro.  ¿O no es así, amigo Tulio?

 

Y me pregunto qué ocurre para que, en dos de las aldeas con las que compartimos frontera, el paro sea una cuarta parte del que nosotros sufrimos. ¿Son más listos, más diligentes, cuentan con minorías más activas? Convoca, Tulio, un pleno de los peripatéticos para que discutamos, con papeles por delante, las causas del paro en este territorio tan dilatado que la vista se nos pierde entre los verdores de una primavera que los viejos discutimos si hubo otra más abundante en los tiempos remotos que recordemos. Yo traeré a la reunión dos documentos recién leídos o vueltos a leer en estos días. Son documentos añejos que nos van a servir para seguir discutiendo sobre las razones por las que la mujer verata se atrevió a sermonear al rey de los españoles sobre los males que padecemos. Los papeles a los que me refiero son el discurso que escribiera el extremeño don Juan Meléndez Valdés en 1790 y que sirvió para inaugurar la Real Audiencia de Extremadura y el Memorial de 1771 de don Vicente Paíno.  Escribía el mejor poeta español del siglo XVIII: “¡Su población cuán pequeña es! ¡Cuán desacomodada con lo que puede y debe mantener! Montes y malezas espantosas ocupan terrenos preciosos y extendidos, que nos están clamando por brazos  y semillas, para ostentar con ellas su natural  feracidad y alimentar millares de nuevos pobladores!” Y era muy similar lo que decía Vicente Paíno en contra de los abusos de los poderosos de la época y de las injusticia de La Mesta.  ¡Qué sorpresa, amigo Tulio, si parecen textos recién salidos de un ordenador de la mano de cualquier extremeño reflexivo que tenga la suerte de ejercer con libertad el pensamiento!

 

En la taberna de la aldea con el nombre más hermoso de estos contornos, nos sentamos un día a tomar una cerveza en otra mañana de primavera. Mi único acompañante, en trance de despedirse de su tierra, era un viejo profesor de ética en una lejana universidad. En otra mesa,  al borde la carretera, hacían corro unos cuantos paisanos. Sus caras reflejaban toda la calma y el reposo que tienen los hombres de los pueblos, una mezcla de serenidad y de resignación de siglos de supervivencia. Recuerdo que mi amigo se entusiasmaba ante los trinos de los jilgueros y de los verderones y la exhalación de las jaras y de las retamas. Mirando a aquellos hombres enjutos de la aldea, poco más y recita con una memoria prodigiosa el libro de Antonio de Guevara en el que se hace la alabanza de la aldea y el menosprecio de la corte. Yo, amigo Tulio, le corté en seco aquellos efluvios líricos para decirle: mi querido amigo, déjame que te cuente la historia de estos cuatro hombres cuya serenidad admiras. Le conté la historia del PER y del empleo protegido y la placidez de la vida subvencionada. Y terminé por decirle que aquella serenidad y quietud era la razón y el resultado de la emigración de los jóvenes que huyeron despavoridos por la falta de trabajo.

 

Tienes razón, amigo Tulio, que llevamos muchos siglos lamentando lo que Vicente Paíno y Juan Meléndez Valdés describieron hace doscientos cincuenta años. Ya no sirve el lamento. Nos debiera estar prohibida toda reflexión que no lleva aparejada una propuesta de solución. Para la próxima reunión de los peripatéticos llevaré una idea que acabo de leer en los papeles. Es un libro de reflexión profunda que se titula: “Poner fin al desempleo”. Se refiere a la necesidad de dar valor y prestigio al trabajo, al hecho de que la máxima dignidad del hombre es el trabajo y que sin trabajo el hombre no tiene dignidad. Todos tenemos la obligación, cada cual según su competencia y responsabilidad, de crear trabajo. Escuché hace unos días en la boca de alguien que ha promovido riqueza y trabajo en Extremadura lo siguiente: el problema de los extremeños no son los “paraos”. El problema son los “quietos”. El responsable de la falta de trabajo no siempre es el rey, mi querida mujer verata, ni siquiera los miles de políticos que florecen en esta tierra escuálida de riqueza. El problema son los “quietos”, los resignados, ese espécimen que oprime a la sociedad extremeña.

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