DEL QUÉ NOS PASA A LOS EXTREMEÑOS (segunda parte) Y EL RIESGO DE ESQUIZOFRENIA DE LOS ECOLOGISTAS

 

El hortelano tiene uno, dos y, a veces, hasta tres lectores, lo cual, en los tiempos que corren, le produce un placer inenarrable. El caso es que mis tres lectores me vienen dando la tabarra sobre lo que escribí del qué nos pasa a los extremeños y el inconsciente colectivo, que de forma impertinente el hortelano abordó hace unos días. Lo del inconsciente colectivo debe ser como la mochila que cada uno traemos a este perro mundo, llena de nutrientes biológicos y psicológicos que condicionan nuestras vidas. Vamos, una especie de códigos que nos empujan a pensar o actuar de una determinada forma, una teoría que se inventó, hace exactamente cien años, un señor que por ello ha pasado a la historia. O más bien, una excusa para tener a quien echarle las culpas si los extremeños fuéramos por naturaleza indolentes o resignados: que somos los últimos en PIB, en renta per cápita o en PISA…, la culpa del inconsciente colectivo que heredamos de nuestros padres y, además, habríamos descubierto un argumento poderoso a la hora de negociar los fondos de cohesión y de solidaridad territorial con el ministro Montoro, que él también tiene que tener un inconsciente colectivo del carajo, siendo, como es, de una provincia hermana en lo de la renta per cápita.

Fíjate, Tulio, hasta dónde han llegado los ecos de la impertinencia que el tercero de mis lectores, un experto en psicoanálisis, se está ocupando de crear un grupo “interdisciplinar” para proseguir la cavilación sobre el inconsciente colectivo de los extremeños. Ya le he dicho que si la reflexión se hiciera cabe la higuera, habría que esperar al mes de mayo cuando canta la calandria y cuando ella se viste de primavera. Lo mismo ocurriría si lo hiciésemos bajo la parra, mejor bajo el nogal, que es sombra más fresca y apacible, porque bajo el olivo no debiéramos hacerlo pues a su vera están creciendo las coles que acompañarán el “buche”  de los samblases. Te aclaro, Tulio, que en mi aldea las fiestas, pasadas la Navidad, se inician en San Blas y en San Blasino, y de fiesta en fiesta, en un plisplás, llegamos al verano, Dios mediante.

Y así, nombrando a este invento de la prehistoria gastronómica comenzaría el capítulo primero de la primera mesa redonda del que nos pasa a los extremeños, pues tengo para mí que el “buche”, que en las tierras leonesas llaman botillo, lo trajeron los mesteños o acaso lo inventaron en las dehesas extremeñas y lo exportaron a sus lares llevándose el copyright. De cualquier forma lo del “buche” y, sobre todo, lo de la dehesa nos serviría, como digo, para introducir la mesa de los historiadores en el simposio del qué nos pasa

La dehesa, el paisaje más admirable de cuantos existen en el mundo, es también la primera de nuestras desgracias. ¡Pura contradicción! O un perfecto oxímoron como hubiera dicho mi amigo el Gramático si no nos hubiera dado el disgusto de morirse. Considerada así, la dehesa fue un invento infernal. La inventó la gran nobleza, los poderes fácticos de la época, para aposentar sus miríadas de merinas y llenar sus despensas. Los enormes territorios adehesados impidieron la labranza y las tierras se despoblaron. De aquellos latifundios vienen nuestros lodos, es decir, la pobreza, la emigración, el espíritu vasallo de los extremeños. Lo malo es que el latifundio y cuanto significa es materia de presente, aunque todavía los extremeños no nos hayamos recuperado de otro de nuestros oxímoron más clamorosos: que fuera el dictador Franco quien firmara en 1952 el decreto de creación del Plan Badajoz y de paso destruyó cien mil hectáreas de dehesas, en las que antaño se alimentaran los rebaños de la iglesia y de la nobleza y en ellas hoy se asientan los extremeños con mayor renta per cápita de toda la Comunidad. ¡Buen tema para cavilar, amigo psicoanalista!

Fíjate, Tulio, en la noticia que tú y yo hemos leído en el papel principal de la tierra. El heredero de uno de los imperios más importantes del sector farmacéutico mundial, Leandro Sigman, ha comprado un latifundio en Extremadura. Digamos que un latifundio pequeño, que en esto también hay categorías, pero de enorme valor histórico, la Granja de Mirabel en Guadalupe, aquella que, en 1910, le causó a don Miguel de Unamuno un trance casi místico: “…unos de los más espesos y más frondosos bosques de que en mi vida he gozado. Jamás vi castaños más gigantescos y tupidos. Y nogales, álamos, alcornoques, robles, quejigos, encinas, fresnos, almendros, alisos junto al regato y todo ello embalsamado por el olor de perfumadas matas…”

-Un por cierto, amigo Tulio: al gran Unamuno lo ha zaherido a bandera batiente hace solo unos días un escribano en uno de los periódicos regionales, por aquello de que se atrevió a criticar la indolencia de los extremeños. Vamos, un heroico patriota el periodista, decidido a no permitir que nadie mancille el buen nombre de los extremeños…

Mejor nos hubiera ido si el nuevo magnate e inquilino de las tierras de Guadalupe, en lugar de comprar un latifundio, se le hubiera ocurrido plantar en tierra extremeña una de sus innumerables fábricas o factorías que figuran en su agenda. Dicen además los periódicos que el tal Leandro Sigman es persona de mucha confianza de Felipe Gonzalez, que tiene -es sabido- parada y fonda también en los campos guadalupanos.

-Digo yo, Tulio, que qué extraño placer deben sentir los latifundistas dueños de inmensos territorios. Me los imagino llegando en sus potentes maquinas levantado nubes de polvo en los caminos de su heredad, sintiéndose señores de horizontes infinitos para calmar sus espíritus cansados de ajetreos urbanos y millonarios. Debe ser algo parecido a lo que le sucede a este hortelano afortunado cuando descorre el cerrojo de su pegujal. Un día tenemos que hacer entre los dos la nómina completa de los latifundistas para llevársela al presidente de la Junta de Extremadura, y les escriba a todos y a cada uno una carta señalándoles el compromiso que tienen con el desarrollo y la prosperidad de los extremeños. De lo contrario, si no crean riqueza en la patria de sus condados, les condenaríamos a ingresar en la Orden de Los Santos Inocentes. ¿Sabes quién es Isidro Bergel Sainz de Baranda, uno de nuestros últimos  latifundistas? Un tío listo, Tulio… Por otra parte, ¿qué fue de aquel latifundio que compró un jeque árabe, recibido a pie de las escalerillas del avión por todos nuestros jerarcas en uno de los espectáculos de vasallaje más esperpéntico  de los muchos de nuestra historia?

Hablaba de la dehesa y que era causa y razón de lo mucho que nos pasa a los extremeños y mira por dónde lo que hoy nos admira y nos recrea, y hasta lo consideramos como el paisaje que mejor nos representa, es, a la par, origen de nuestras desgracias. Compadezco a los ecologistas, a punto de entrar en trance de esquizofrenia ante el dilema de admirar o denostar la dehesa, y es que en esto de las contradicciones –otra vez los oxímoron- nos lucimos los cristianos, diestros en aprovechar las contradicciones. Sin nuestros pecados de cada día no existirían las Pasiones de Bach, ni escucharíamos el Mesías de Handel como lo voy a hacer mañana oyendo a la escolanía de mi nieta, y el que suscribe da por bien empleados sus muchos pecados con tal de poder seguir escuchando el miserere de Gregorio Allegri. Cómo sería la fama de la tal pieza –el miserere- que solo se podía escuchar en la Capilla Sixtina y hasta se dictó un laudo de excomunión a quien se atreviera a interpretarla en cualquier otro sitio, algo parecido a lo que sucedía con las merinas en tiempos de los Trastámara prohibiendo exportarlas fuera de sus reinos hasta que el rey ilustrado, Carlos III, regaló a sus parientes de Francia un rebaño de 334 ovejas y 42 carneros.

-Ya ves, Tulio, cómo de nuevo vuelven a coincidir los extraños gustos del hortelano por el miserere de Allegri con las merinas que poblaron las dehesas extremeñas que gobernara el Honrado Concejo de La Mesta, origen de todos nuestros males. Pero estoy perdido, amigo Tulio, no sé cómo volver al tema con el comencé, el del inconsciente colectivo de los extremeños, y he desembocado en  la historia del miserere, aquella partitura protegida por una excomunión hasta que el niño Mozart se la aprendió de memoria y consiguió sacarla del imperio de los papas.

Trataba de decir que uno de mis colegas en la secta de La Cachava pretende crear un grupo interdisciplinar -dice que de psicólogos, sociólogos, historiadores, un economista, un pedagogo, un estadístico, un politicólogo, hasta un filosofo- para investigar qué nos pasa a los extremeños que no prosperamos o avanzamos en muy pequeñas dosis en el camino del progreso.

-Repara, Tulio, que la cuestión tampoco es novedosa. El presidente Fernández Vara anda por esas tribunas predicando la necesidad de repensar Extremadura y será –digo yo- algo equivalente a lo que mi amigo pretende con lo del qué nos pasa. No sé si el señor Fernández Vara ha reparado en los peligros del pensamiento. Una vez tuve un pensamiento sobre el origen de los males que acontecen a los extremeños y me retiraron el saludo los próceres de mi tierra. Y solo dije que una de las razones más importantes del atraso de mi región era la incapacidad de la mayoría de sus dirigentes para la gestión de los asuntos públicos.

Puede ocurrir también que a los extremeños no nos pase nada original, que el inconsciente colectivo de los extremeños sea igual o parecido al de los andaluces o al de los murcianos. ¡Vaya consuelo! Pero por qué la estadística oficial dice que el 60 %  de los jóvenes extremeños están en paro. No hace mucho el hortelano preguntó a un gerifalte de la Junta cuántos jóvenes de los que terminaban los distintas grados de la enseñanza profesional encontraban trabajo de su especialidad en Extremadura. El gerifalte se rascó la nariz. Hizo la misma pregunta a un jefazo de la Universidad: cuantos licenciados o graduados de las dos últimas promociones encontraban salario en Extremadura. El jefazo miró por la ventana.

-¿Sabes lo que te digo, amigo Tulio? Que voy a decirle al de La Cachava que bien merece que sigamos pensando en el inconsciente colectivo de los extremeños y cuando terminen las sesiones del Qué nos pasa…, pongamos por escrito las conclusiones. Yo me comprometo a recluirme este invierno en la chimenea de a once céntimos el kilo de leña y hacer una antología de lo que se ha dicho de nosotros los extremeños desde Estrabón a Andrés Trapiello.

 

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