Un elogio y dos impertinencias sobre la Universidad extremeña

 

Te contaré esta mañana de verano, amigo Tulio, la razón de mi contento. Y te advierto que si notas en mis palabras algún artificio, es decir, si emborrono la pantalla imitando con torpeza, qué sé yo si a Sancho el escudero o a Baltasar Gracián, el patrón de los impertinentes, es sin duda porque este hortelano viene estos días leyendo tratados sapienciales u otras prosas de mucho sustento. Y ocurre como cuando, cualquier mañana, te levantas con una cantinela entre los labios y te pasas las horas tarareando la copla. Acabo de leer, amigo Tulio, en el papel de mi provincia un artículo crítico desvelando el desafuero con el que se gobierna la Universidad de nuestra tierra. Tengo la sensación, acrecentada por la lectura de esta crítica que firma un tal catedrático de Microbiología, que las poltronas académicas se conceden en Extremadura de la misma forma que se hacían los tratos en el patio de Monipodio, citando otra vez a Cervantes. Si el hortelano recuerda bien el célebre patio sevillano, en él había estudiantes que trataban de doctorarse en el arte de la picardía. Es decir la comparanza entre la Universidad y el patio de los trúhanes, viene a cuento al menos en la forma en que se otorgan las cátedras. Y si hubiera espacio trataría de recordar cómo en el lugar de Monipodio –¡genial otra vez don Miguel de Cervantes!- había un tiesto de albahaca y tengo para mí que la planta de albahaca en aquel lugar fétido jugaba un papel de sugerencia  moral o espiritual

Ayer por cierto, amigo Tulio, en el mercadillo de mi aldea compré varios “pies” de albahaca y mira por dónde esta mañana me ha venido a la cabeza el patio de Monipodio. Comprenderás que este hortelano se sienta especialmente cauto al escribir de la Universidad porque, aunque modesto pegujalero, tiene amigos admirables y admirados en casi todas las facultades extremeñas y en su reconocimiento y homenaje debiera ser excepcionalmente prudente cuando escriba, por ejemplo, que siente bochorno de cómo se han cubierto muchas cátedras y departamentos por razón de credo político o por motivos más inconfesables. Gentes que en otras Universidades habitarían los escalafones docentes más ínfimos, en la de tu tierra, amigo Tulio, lucen antorchados. Es lo que viene a decir este de Microbiología que se ha atrevido a poner hoy en solfa al estamento universitario extremeño. Esta era la razón de mi contento mañanero: comprobar que, al menos, alguien se atreve a poner por escrito lo que piensa de su tierra. ¡Bienvenido, señor catedrático de Microbiología don Germán Larriba a la cofradía del nobilísimo arte de la impertinencia!

El hortelano bajó el otro día a la Universidad a escuchar cómo medían las actitudes y aptitudes de los jóvenes universitarios para ser en el futuro empresarios, que uno no sabe si la Universidad debe asumir también esta competencia. Lo cierto es que en aquella Facultad da clases uno de las personas más activas en promover el desarrollo de Extremadura y el hortelano no se cansará nunca de alabar la inquietud de este catedrático que, además, ejerce con independencia. Resulta que aquella mañana, de una forma solemne, con tantos periodistas como asistentes, el Rector y el presidente de la Comunidad se dedicaron a alabar el trabajo que la Universidad realiza en la promoción de las vocaciones empresariales. ¿Quién se va a atrever a criticar que alguien, así sea la Universidad, se dedique a promover vocaciones empresariales? Y como al hortelano alguien le pidiera opinión, no se le ocurrió otra impertinencia que lamentar que en un acto con tanta ceremonia promocionando la actividad empresarial o emprendedora, no hubiera ni un solo representante de la sociedad civil más directamente relacionada con el mundo de las empresas: ni las patronales, ni las Cámaras de Comercio si es que existieran, ni las organizaciones de cooperativas, ni los Colegios Profesionales como tales, nadie que no fuera el llamado estamento universitario. Era una fiel representación de la sociedad extremeña: el mundo institucional –el dinero público- por una parte, y la vida real por otra. Y me dirás, amigo Tulio, que de quién es la culpa y yo te responderé a la gallega: no vaya ser que no exista sociedad civil verdadera o que tal vez el empresario privado esté también en la cola del dinero subvencionado.

El último argumento de esta crónica hortelana tiene motivo igualmente universitario y es para felicitar al señor Rector por haberse atrevido a llevar a Guadalupe uno de los cursos de verano. ¿No te asombras y sorprendes, amigo Tulio? La Universidad de Extremadura haciendo sede en el lugar de la mayor infamia y vergüenza de tu tierra, en el pueblo en que ejerce de pastor un fraile filibustero, en el territorio que gobierna un arzobispo por razones feudales…¡Enhorabuena, presidente Vara, por haberse atrevido a llevar su autoridad al espacio que mejor representa la historia de Extremadura! Al año, que viene, más, incluso mejor. A ver si los extremeños nos atrevemos a tomar propiedad de Guadalupe.

Me preguntabas, Tulio, algo más de andar por casa: cómo fabricar un menú apetecible para festejar el esplendor de la huerta. Si me haces caso, podríamos hacer lo siguiente: un gazpacho o, todavía mejor, un salmorejo. Dos kilos de tomates morunos, un tercio de pan, si es posible de horno del día anterior, bien amollecido en el caldo de los tomates, una buena rociada de aceite de Sierra de Gata. Un ajo. Pásalo por la batidora y enfríalo en el congelador. De segundo, huevos del gallinero fritos en buena aceite con dos cucharadas soperas de entomatada. El secreto de la entomatada (tomate, cebolla, pimiento verde, ajo y una hoja de laurel) es freír por separado los ingredientes y dejar borbotear el conjunto no menos de dos horas hasta que el caldo de espese. Si le añades, unos trozos de panceta de ibérico, comprobarás que el cielo está al alcance de cualquier pecador que no frecuente al prior de Guadalupe. Todo ello acompañado de un modesto tempranillo cultivado por un hortelano hedonista. Verás cómo se nos alegran las tripas pensando en la sobremesa que nos aguarda. Como dijo uno de los más ilustres impertinentes de la historia, la felicidad de cada uno no consiste ni en esto ni en aquello, sino en conseguir y gozar cada uno de lo que le gusta.

Don Quijote y la doble realidad que aqueja a los políticos extremeños

 

Hay que estar tan poco cuerdo o tan aburrido de la vida como el hortelano para haberse pasado diez horas ante una pantalla de la maquinaria viendo cómo debatían los próceres extremeños de la política el estado de su región a imagen e imitación de lo que sucede cada año en el Congreso de los Diputados. El poder de la emulación hace estragos en la vida de la nación y sus resultados bordean a veces el esperpento. Además, el que suscribe está leyendo un libro extraordinario que le tiene embebido por las tardes, porque dicho está que, por las mañanas, el hortelano se dedica a recolectar en su huerta lo que la providencia le brinda esta temporada que, a Dios gracia, llega bien nutrida de mercancías. El libro se llama “¿Dónde se encuentra la sabiduría? de Harold Bloom y es un recorrido por la historia de la humanidad tratando de descubrir las huellas más sobresalientes de la inteligencia. Voy, amigo Tulio, por el capítulo en el que compara el genio de Shakespeare y de Cervantes compartiendo la supremacía entre todos los escritores occidentales desde el Renacimiento hasta ahora. Y no será este lector inexperto quien lo corrija porque habrás visto con frecuencia una edición del Quijote en el portalillo de la huerta junto a la tijera de poda o el rastrillo. Viene a cuento lo del libro de Bloom porque el hortelano lleva toda la mañana distraído de sus obligaciones hortelanas escuchando en la maquinaria los discursos que se pronuncian en Mérida desde el alba hasta el ocaso. Al igual que Cervantes inventó en el Quijote otro mundo, y los sucesos en él relatados no fueron reales sino metáforas de la vida humana, algo parecido ocurrió en la Asamblea de Mérida. Escuchando a los dirigentes políticos extremeños, de repente se me vino a la sesera que parecían personajes sacados de un quijote genuinamente extremeño, de modo que lo que estaba escuchando en el hemiciclo no respondía a la realidad sino a otra región o territorio inventado. Y así cuando Fernandez Vara se refería a la “economía circular”, a “monetizar el medioambiente” o a la “economía verde ciudadana” era igual o parecido a cuando don Quijote alanceaba molinos de viento o nos contaba los embustes de Ginés de Pasamonte. No creas, amigo Tulio, que fue Fernández Vara el único que levitó en el hemiciclo de Mérida porque, tan pronto se abrió la caja de las fantasías, aquello se convirtió en un torneo de inventivas y ¡vaya que si compitieron Vara y Monago, Álvaro Jaén y doña María Victoria Domínguez!  

Harold Bloom advierte que tenemos que tener presente que don Quijote estaba en guerra permanente con el principio de la realidad, pero no era ni necio ni loco aunque tuviera una doble visión de la realidad, aquella que nosotros mismos vemos más otra que entra de lleno en el reino de la ficción. Por la invención de esta doble realidad es por lo que el Quijote y Cervantes han pasado a la posteridad como grandes genios de la sabiduría y será por esto mismo por lo que los políticos extremeños están en trance de serlo. Fíjense cómo habrá sido la cosa que el presidente extremeño en un momento determinado llegó a asombrarse de que sus adversarios no entendieran la realidad de la que hablaba.

Puede ocurrir que el hortelano, dispuesto siempre a disparar una impertinencia, haya perdido reflejos para observar la realidad, bien por su incapacidad para la doble visión  o bien por sus limitaciones para advertir que donde Fernández Vara veía oportunidades de progreso para los extremeños, él solo perciba estancamiento o retroceso en el modelo de desarrollo. ¡Vaya usted a saber! Desde antiguo, es decir desde los tiempos en los que todavía conservaba mejores reflejos, el hortelano ya advertía que cuando bajaba a su aldea le sobrevenía una situación que ahora, releyendo a Bloom, repara que bien pudiera tratarse del mismo síndrome que afectaba a don Quijote: el de la doble realidad, o  mejor dicho el de la doble visión, con la diferencia de que al hortelano solo le llegaba una de ellas. Ocurría que en todas las conversaciones que manteníamos con los amigos de Extremadura, una vez que nos dábamos el parabién y reconociéramos las bondades de la tierra extremeña, el hortelano reparaba que sus interlocutores veían una realidad distinta a la que el mismo observaba. Por ejemplo, cuando, en épocas de las vacas gordas y sobrealimentadas, sus amigos le hacían ver los progresos que se estaban operando en los pueblos y en las ciudades -carreteras, casas de cultura por doquier, polideportivos, cohetería variadas-, y él preguntaba por el tejido industrial, por los índices de transformación de los recursos y por otras bagatelas económico sociales o reparaba en la desgracia de que el escaso talento disponible estuviera hinchando los escalafones funcionariales o que ellos mismos no se atrevieran a decir en público lo que con tanta llaneza expresaban en privado. En el corro de los amigos siempre que hacíamos rueda de opiniones, aquel que ya tenía vocación de hortelano impertinente comenzó a sufrir un cierto complejo de daltónico. Y ahora recuerdo un pasaje de lo que escribió Ortega y Gasset en sus Meditaciones del Quijote: siempre que se reúne un grupo de españoles preocupados por el presente y el porvenir de su patria, desciende sobre ellos el espíritu de don Quijote creando una especie de dolor étnico.

Pero ¿no veis, mis queridos amigos, que en Extremadura no se está creando riqueza por mucha fuente luminosa que inauguréis,  por mucho cemento que echéis sobre la tierra, por muchos cursos de sexadores de pollos que financiéis o por mucho que estiréis los escalafones de funcionarios?

-Pues no, Tulio. Mis amigos no sufrían ninguna clase de “dolor étnico”. Y no lo sufrían a pesar de que sus hijos se marchaban a Madrid o que las autopistas producían un efecto derivado perverso: facilitaban la exportación de sus materias primas sin necesidad de transformas dentro. ¡Calidad de vida, amigo Tulio, calidad de vida!

Fue de este modo como el hortelano derivó hacia el noble género de la impertinencia en la tierra de la autocomplacencia. Mis amigos no corrían el peligro de contagiarse del dolor étnico que tan sabiamente describió el filosofo cuyo abuelo ejerció en Plasencia de probo funcionario de justicia y allí mismo produjo la primera publicación especializada en la música culta. El hortelano no recuerda a ningún extremeño con legado intelectual en la historia al que no le haya “dolido su tierra”. Y así ha sido como esta mañana escuchando a los políticos en el debate del estado de la región ha vuelto a recordar el día en el que trató en vano de razonar el síndrome de la irrealidad que aqueja a los dirigentes extremeños desde que tengo uso de razón democrática. Me refiero a la falta de correspondencia entre la realidad que refleja la vida oficial e institucional con la realidad misma. Como si fuera una especie de ámbito surrealista, o, mejor dicho, una operación de “desrealización” de la vida extremeña o acaso, como decía, una especie de “agnosia” que afecta a las clases dirigentes de la región.

Te recomiendo, Tulio, que escuches aquel pasaje del debate en el que Vara y Monago filosofan, no sobre las dos Españas, sino sobre las dos Extremadura. Para Vara era necesario deshacer la realidad de las dos Extremadura: la Extremadura del eje de la N-630 y la del Este/Oeste, la una con un cierto desarrollo y la otra a punto de despoblarse. Y veas también la chirigota de Monago santiguándose para rebatir la doble Extremadura (Norte/Sur, Este/Oeste) que propiciaba su adversario. Y en estas estaban cuando intervino María Victoria Dominguez para señalar otra forma de ver las dos Extremaduras: la Extremadura del hemiciclo que se pelea y la Extremadura de fuera, la Extremadura real que se abochornaría de lo que estaba ocurriendo en la Asamblea.

Pero el mayor surrealismo ocurrió más tarde, cuando los representantes de los grupos políticos presentaron “propuestas de resolución” para socorrer las necesidades de los extremeños. Fue como si por arte de magia, alguien hubiera dicho: pedid, que se os concederán todos vuestros deseos, o como los feriantes extienden en el mercadillo la alfombra sobre la que colocan toda suerte de baratijas. No creas, Tulio, que los políticos pidieron apoyo a las empresas eficientes para asegurar empleos de calidad, fábricas para elaborar los productos, proyectos para favorecer iniciativas que mejoren las redes de distribución o de comercialización de los recursos. Incluso se pidió dinero a Madrid y a Bruselas por conservar las encinas y las dehesas como si fuera un impuesto ecológico. Al contrario, las decenas y decenas de resoluciones presentadas o aprobadas tenían como objetivo principal o exclusivo las subvenciones, subvenciones para todo y para todos. ¡Y nos lamentamos del tópico de la Extremadura subsidiada…!

Como el día se le fue al hortelano dedicado a fisgar en lo que ocurría en el concilio de los políticos apenas tuvo tiempo que recrearse viendo como han entrado en sazón las tomateras, despreocupado de si mi pegujal  responde o no la “economía verde ciudadana” o a la “economía circular” o si he de “monetizar” este pequeño paraíso antes de que me asalte la tentación de solicitar una subvención en la ventanilla del funcionario para el que la Asamblea de Extremadura sí ha tenido tiempo y sensibilidad de pedir una reducción de jornada.

 

Se nos están muriendo los pueblos, convertidos en geriátricos

Los semilleros de la huerta y la mesa de novedades de las librerías continúan siendo los espacios más queridos del hortelano. Pocas otras cosas tan sugestivas como ver el nacimiento de las hortalizas en aquel pequeño bancal en el que despuntan las semillas que asegurarán el esplendor de tu despensa. A veces te ha dado por imaginar tu supervivencia a cargo tan solo de tu huerta. Tienes aseguradas las hortalizas y las legumbres durante todo el año, los frutos del gallinero y de los manzanos y las peras y las uvas y harías compotas y mermeladas… mientras el mundo tiembla saturado de conflictos. Y por las tardes, tendrías libros siempre al alcance de tus manos y podríamos recitar, sintiéndolos y regurgitándolos, los versos de Gil de Biedma:EEn un viejo país ineficiente,/ algo así como España entre dos guerras civiles,/ en un pueblo junto al mar,/ poseer una casa y poca hacienda/ y memoria ninguna. No leer,/ no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,/ y vivir como un noble arruinado/ entre las ruinas de mi inteligencia. Es decir, melancolía. Por esta razón te admiras y te deleitas viendo el surgimiento de las semillas, cuidando de que no las devoren las hormigas, el hermano pájaro o los caracoles siempre dispuestos a darse el gran festín en los bosques de los brotes tiernos de mis hortalizas.

El otro lugar feliz son, como digo, las mesas de novedades de las librerías, aquellas en que se muestran los frutos de la inteligencia, las apetecibles librerías de la ciudad, llenas de novedades y manjares suculentos. Es allí donde te han sorprendido dos novedades sobre las Hurdes, la imagen de la Extremadura más tenebrosa, el símbolo que nos ha acompañado toda la vida como un fardo pegado a la espalda, y por eso has salido de la tienda con las “Hurdes, el texto del mundo” de Fernando R. de la Flor y con la “España vacía/Viaje por un país que nunca fue” de Sergio del Molino.

Ya tengo, amigo Tulio, tarea para compaginar en este también tu pegujal el cuidado de las hortalizas con la lectura de dos libros que tal vez acrecienten mi melancolía. El primero resultó ser un texto pretencioso, un poco caótico, editado por una Fundación que lleva el nombre de aquel pintor que conociste hace muchos años y que representó mejor que ningún otro el misterio de los paisajes extremeños. Ahora se dedica a editar libros minoritarios y no sé si oportunos, como aquel que contaba la  muerte del último lobo  que pobló las sierras extremeñas con la firma de un escritor húngaro de nombre impronunciable. El de Ortega Muñoz sirve ahora para resucitar otro mito u otro fantasma extremeño, el de las Hurdes desde que a comienzos  del siglo XX un hispanistas francés y luego españolizado, Mauricio Legendre, junto a don Miguel de Unamuno, “descubrieran” para toda Europa la existencia de un espacio sórdido y  miserable, llamado Hurdes, convertido en “baldón de España” en la lejana y atrasada Extremadura. Aquel descubrimiento sirvió para que la cámara de un aragonés genial, Luis Buñuel, grabara durante 30 días  -entre el 23 de abril al 22 de mayo de 1933-  el documental, “Las Hurdes, tierra sin pan”, que ha pasado a ser el modelo del realismo social a escala universal. ¡Desgraciado, el que nos se conmueva ante este artificio de miseria al que prestó voz Paco Rabal! Recoge el autor de este libro la anécdota de Rafael Alberti y María Teresa León escuchando al propio Buñuel la descripción del paisaje desde el alto del Portillo bajando por las Batuecas: ¿Veis este valle maravilloso? Pues de aquí en adelante, comienza el infierno. Ese es el infierno, que como imagen o leyenda o metáfora, nos ha acompañado siempre que hemos pretendido reivindicar la otra imagen de Extremadura, que por desgracia ha tenido escasos y torpes valedores. Hasta la propia República, y en su nombre Fernández de los Ríos, llegó a prohibir la exhibición del documental sobre las Hurdes por “contribuir al desprestigio de España”. No olvides, Tulio, que la obra de Buñuel que tuvo un éxito excepcional en toda Europa, fue el primer peldaño del despeñadero de la imagen de nuestra tierra. Más tarde, con dinero de los extremeños, se grabó otro monumento a la sordidez regional, la película Jarrapellejos, o La familia de Pascual Duarte, hasta llegar a Los santos inocentes, una de las mejores películas de nuestra historia pero que ha servido para cincelar aún más la imagen de la Extremadura injusta y atrasada.

¿Cómo es posible que de la inteligente gestión que se hace de los fondos de la Fundación Ortega Muñoz haya salido este libro que no aporta nada nuevo a la historia del mito y la leyenda de las Hurdes? ¡Tanta erudición, tanto acopio documental que ni siquiera sirve para poner en solfa la verosimilitud y credibilidad de las imágenes de Buñuel! Porque parece cierto -y así se certifica en el segundo de los libros, el de Sergio del Molino-, que las imágenes más impactantes de Buñuel -la niña muerta, el asno devorado por las insectos, la cabra despeñada- fueron simple fabulación de la que se aprovechó el aragonés para firmar el documento que más daño ha hecho a la imagen de Extremadura.

Mucho mayor interés tiene el otro libro que el hortelano encontró en la mesa de novedades de una de sus librerías más queridas: una tesis sobre la despoblación de  España y que ha aprovechado el mito de las Hurdes para demostrar que, dentro de nada, España será un desierto en el que malamente convivirán las “dos Españas”, no en sentido político –que también lo son y lo serán-, sino en sentido territorial y demográfico. Una España urbana y europea y una España interior y despoblada, en la que, por ejemplo, se asienta mi huerta, mi mundo, mi universo, a punto siempre de sufrir la esquizofrenia de sentirte habitante de un mundo urbano y de progreso y, al mismo tiempo, diletante de un mundo rural que se acaba. Porque lo que el autor de “La España vacía” vaticina es que esas dos Españas están en conflicto; que los urbanos rechazan a los rústicos y no pararán hasta privarnos de la pequeña ventaja de estar sobrerepresentados en la política o hasta despojarnos de los recursos que necesitamos para paliar la soledad de los viejos refugiados en los pueblos. Y al tiempo, nosotros los rústicos iremos poco a poco decantando un odio sordo y rencoroso contra los urbanos, contra los que nos impulsan a vivir resignados al estipendio oficial, y por tanto dóciles y obedientes a los que nos gobiernan con lástima y compasión. Seremos por siempre y para siempre ciudadanos protegidos, como lo son en mi aldea los cernícalos primilla, condenados a ver por la tele, en las largas noches de los inviernos, cómo vive la otra España en las ciudades.  Este es el argumento de “La España vacía”  y este el entretenimiento del hortelano impertinente en este arranque del verano, viendo cómo maduran los tomates, bien abastecida su despensa de lectura y de reflexión.

Pronostica el autor que en treinta años el proceso de vaciamiento de la España rural se intensificará, y que cada vez seremos menos los aspirantes a estar enterrados en los cementerios de nuestros pueblos. Y al tiempo, este hortelano ha leído el pronóstico de Stephen Hawking alentando a continuar viajando al espacio, ya que de ello depende el futuro de la humanidad, pues los terrícolas no podremos sobrevivir otros mil años sin escapar «más allá de nuestro frágil planeta». ¿Has reparado, querido Tulio, en la fortaleza de pensamiento de dos de los hombres de físico más débil de cuantos aparecen en las pantallas, Pablo Echenique y el propio Hawking? ¡Qué maravillosa civilización que ha hecho posible que estas dos personas tan endebles y que hasta hace unos años estarían recluidos en sus casas o en centros sociales, estén hiperactivos, al menos en mi pantalla, haciendo este alarde de inteligencia!

O sea que el planeta tierra se nos está haciendo pequeño mientras por estas latitudes hay tantos buitres negros como campesinos ordeñando las cabras o levantando las patatas. No hace mucho me contaban de un pueblo vecino, de ayuntamiento próspero por mor de las aguas embalsadas, que para retener a los jóvenes en edad de fertilidad había creado, en régimen de “gratis total”, un gimnasio, una escuela oficial de idiomas y otra de música dependiente del conservatorio provincial. El pueblo tiene instituto de bachillerato, un centro de formación profesional, un centro médico, es decir un pack completo de estado del Bienestar que para sí lo quisiera cualquier lugar de la Europa más próspera. Tiene de todo, menos trabajo productivo. Y como no tiene trabajo, la gente joven huye despavorida. El pueblo en cuestión comenzó el siglo con 2.000 habitantes, hoy va por los 1.500. En la aldea del hortelano somos poco más de 10 habitantes por kilometro cuadrado; Extremadura en su conjunto, 26; en la capital de la provincia la densidad es de 54; en Galicia, 93; en el País vasco, 300; en Madrid 850. ¡Otro record para nuestra tierra: la de menos PIB, la de menor renta per cápita, y ahora, aunque por décimas, la de más escasa densidad de población! ¡Señores de fortuna y señores de Mérida: el tiempo se nos está acabando!

¿Quiere esto decir que irremisiblemente nuestros pueblos están condenados al fracaso? ¿Queda algo por hacer todavía, antes de que, en la siguiente generación a la de nuestros nietos, alguien entregue la llave del cementerio al último mohicano? ¿O quedarán nuestros pueblos convertidos en una especie de parques temáticos para que los urbanitas aprendan a distinguir el buitre negro del buitre leonado? Al autor de la “España vacía” le han preguntado en un periódico, con la misma curiosidad que se preguntaría por los marcianos, que cómo son las gentes del campo. Y ha respondido con una teoría según la cual la “falta de estímulos enloquece a la gente y el aburrimiento acaba provocando un efecto parecido al de un daño cerebral y la gente acaba tarada”.

La “España vacía” está llena de tópicos sobre nosotros los rurales, pero tiene incontables hallazgos sobre el horizonte al que caminan, parece que indefectiblemente, los pueblos en medio del desinterés de quienes administran los recursos públicos. Lo malo no es solo que los rurales seamos cada vez menos, sino que cada vez influiremos menos. En los pueblos nadie se morirá de hambre o de desprotección, pero se consumirán por sí mismos, convertidos en geriátricos.

Hace unos años se estrenó una película que te recomiendo. “El cielo gira” es la historia de un grupo de campesinos que asumen con plena conciencia el papel de ser los últimos habitantes de un pueblo milenario. A punto de consumarse el pronóstico, un hecho excepcional los salva. ¿Qué sucesos extraordinarios tendrían que registrarse para que mi aldea se salvase? Es aquí donde el hortelano saca a pasear sus impertinencias para declarar que solo tendrían futuro si fueran capaces de retener a la población más joven. Y para ello, cada pueblo debería tener una agricultura asociada y dirigida, una fábrica o un centro de transformación de sus productos y servicios sociales mancomunados en la comarca. De contrario, el hortelano será uno de los últimos románticos en cantar la belleza, no de un mundo feliz, pero sí de un mundo que se acaba.