UN PRODIGIO EN EL GALLINERO

 

4.6.18.- Como ha sido año de lluvias copiosas, las callejas parecen jardines asilvestrados que sirvieran para exhibir lo que la propia naturaleza es capaz de producir sin intervención de los hombres. Si el hortelano no tuviera los tiempos tan marcados, no dudaría en hacer, aunque nada más fuera para autoconsumo, una guía de las flores de calleja. Y así podría dar el nombre a cada una de las plantas que, esta mañana, lucen más que un jardín de nobleza. Mira estas parcelillas de amapolas que han salido en la hendidura del asfalto de las últimas casas del pueblo. Repara en el azul de las campanillas, en el amarillo de tantos y tantos jaramagos. ¡Qué gracia aquel puñado de azulinas encaramadas al muro de pizarra! O el color de aquel reducto de musgo adherido al granito, o las malvas que han tejido, allá donde la calleja se ensancha, un fantástico lienzo violeta. Como el sol apenas sobresale de las cumbreras, ya ves cómo alumbra aquel rincón florecido de candilejas. Puedes recorrer y de hecho lo estás haciendo las callejas sin que nadie te estorbe para contemplar este humilde jardín de las flores proletarias. Y piensas que ni Salomón con toda su gloria se vistió como ellas… Pero, para alumbrar tanta belleza, ha sido preciso que la naturaleza trabajara a destajo, que los vientos depositaran las simientes en cada rendija de los muros y que la lluvia las fecundara.

Allá donde las callejas terminan, sin solución de continuidad, comienzan los caminos de arena que van a los pegujales de mis vecinos. Senderos florecidos con su cohorte de rosales silvestres, jaramugos, hinojales…¡Cuánta hermosura de libre dispensación para quien quiera mirarlo! Mira cómo han prosperado este año las umbrelas con su plataforma en la que anida un enjambre de insectos felices en su mullido territorio floral. Pero sobre todo cuánta soberbia enseñorean las cañijerras o ese florón que más parece un candelabro fastuoso. Flores de callejas y flores de vereda que estáis dispensando un impagable espectáculo sin que nadie tal vez repare en su excepcional belleza, como aquella flor del capítulo de L de Platero: “¡Que pura, Platero, y qué bella esta flor del camino! Pasan a su lado todos los tropeles—los toros, las cabras, los potros, los hombres, y ella, tan tierna y tan débil, sigue enhiesta, malva y fina, en su vallado solo, sin contaminarse de impureza alguna”.

Y debieras recodar además que el espectáculo que te asombra tenía esta mañana otro complemento excepcional: el canto de los pájaros. Cantaban desaforadamente el chamarí y los jilgueros, como si pregonaran la plenitud del momento.

Has abierto el cancil de la huerta y te has encontrado con otro festín de coloración, ¿Qué prefirieres las flores silvestres o el jardín de la huerta? Claro que son diferentes. A este lo abonas, lo podas, lo cuidas, y aquel no tiene quien lo atienda…, pero has reparado en cómo han prosperado los dondiegos sobre la pila de granito que fue comedero de las bestias. Cualquiera de las dos que escoltan la puerta serviría para decorar un palacio y fueron tan solo un pesebre de las vacas o de los jumentos. ¿Quiénes las tallaron? Un buen día, aquel personaje que tanto estimas llegó con una tonelada de granito y con enorme esfuerzo quedaron reconvertidas en recipientes de plantas de jardín. Hoy crecen en ellas la planta más modesta de las que engalanan los patios campesinos. Ayer, cuando bajabas a la plaza porticada para comprar la prensa, reparaste que, en la plazuela del Castillejo, estaban ya recrecidos los pericos que cada año adornan el esquinazo de la calle de las Fraguas. En los meses de invierno, alguien los defiende colocando sobre sus raíces una pizarra. Las manos franciscanas que los cobijan, tan pronto como asoma la primavera, los liberan de la protección para que engalen la fachada encalada, tal como lo hacen otras mujeres en los mínimos arriates de las casas mudéjares de la vecindad o en la misma plaza junto a la muralla del palacio de los condes.

 

El día en que Cees Nooteboom cumplía ochenta años anota en su cuaderno (“533 días”. Editorial Siruela) el “paisaje de sonidos” que le despiertan en su casa de Menorca a la que acude cada año desde hace más de medio siglo. El primer canto de los gallos de los vecinos, entrelazado con el cacareo de las gallinas, el rebuzno del burro, el graznar de los gansos…No lo dice, pero intuyo que Nooteboom trata de trasladarnos en esta página el sentimiento de plenitud que le embarga. El libro es como una caja en la que el escritor estuviera archivando las emociones que le produce la contemplación de las cosas más ordinarias, aquellas que le hacen compañía o le hacen sentirse recompensado. La casa es modesta, perteneció a viejos payeses y él añadió al jardín el huerto de un vecino fallecido hace tiempo y del que conserva una higuera y un limonero. Pero el limonero se secó al poco tiempo. La higuera está a punto de dar los primeros frutos de la temporada. A la casa le llega el sonido del mar; desde el jardincillo de los cactus puede ver las aguas del Mediterráneo. El libro de Nooteboom es puro mediterráneo. Pasa los inviernos en los paisajes nevados del Norte, pero se ha contagiado de los placeres y del pensamiento meridionales. Muchas páginas parecen ambientadas en la Ilíada o en los versos de Virgilio. Cuando trabaja le gusta acompañase de la música. Hoy está escuchando las suites de Bach y, a poco que repares, el contenido del relato parece guiado por el violonchelo de Rostropóvich, como si las letras y la música se hubieran ensamblado. Una vez que ha conseguido este mestizaje, le resulta fácil cabalgar por el mundo de las ideas anotando las incidencias más modestas de la vida ordinaria y aquellas preocupaciones que ensombrecen la vida de las naciones. Otro día cualquiera, Nooteboom se entretiene en encontrar algún tipo de relación entre la música de las últimas seis sonatas de Haydn y sus cactus.  Nos va a informar que las sonatas fueron grabadas por Glenn Gould en 1981. Incluso nos dirá el ambiente en que fueron grabadas en Nueva York. Lo mismo que conoceremos la particularidad de cuando sembró los cactus en su “jardín español”. Y ahora sabremos definitivamente el contenido del libro que está leyendo y la razón por la que está asociando la música de Haydn con la visión de sus cactus. Ni siquiera haría falta que Nooteboom nos confesara su afición a leer los diarios de escritores. Los conserva en su biblioteca de la planta de arriba. Ha tomado entre sus manos el diario de Julien Green y lo abre por una página cualquiera. Corresponde al 14 de febrero de 1942. La lectura de aquél pasaje le trae el recuerdo de algo similar recogido por André Gide igualmente en sus diarios. Son escenas de la Segunda Guerra Mundial. Ese día Green escribe sus recuerdos desde Estados Unidos, Gide desde Túnez. Compara ambas relatos y saca sus conclusiones sobre la crueldad de las guerras. Incluso hace algo más personal: trata de recordar qué pasó en su vida ese mismo día de febrero del año 43. Lo recuerda con toda claridad: vivía de niño en Holanda y fue el año en que se divorciaron sus padres, pero para él hubo otro acontecimiento más importante, fue el año de la bomba. La bomba del ejército aliado había caído junto a su casa. El estruendo “lo sigo oyendo en mi memoria; no me liberaré de él nunca jamás…” El hortelano está atento en la lectura de este diario de Nooteboom y, como él, es también aficionado a la lectura de diarios y memorias. Los guarda, relativamente ordenados, en una estantería adicional entre sus libros de poesía y su pequeña colección de grecolatinos. Por ello no le resultará difícil encontrar los diarios de Jünger y de Klemperer y le seduce la idea de investigar qué sucesos ocurrieron en esa misma fecha, febrero del 43, en la vida de dos de los escritores que más le satisfacen. Incluso podría buscar la coincidencia con Stefan Zweig. Pero tal vez en el 43, Zweig ya se habría suicidado. No pudo recuperarse de la barbarie nazi. Los diarios de Jünger, menos los relativos a la Primera Guerra Mundial, son distendidos, escritos desde la distancia emocional; los de Klemperer, en cambio, son trágicos; todavía recuerdo la impresión con la que los leí hace veinte años. Pocos textos me han impactado más sobre la saña con la que los hombres podemos autodestruirnos. Creo recordar que el primer tomo de los diarios se inicia con la voluntad del escritor de concurrir a las elecciones de rector de Universidad. Terminan buscando basura para alimentarse entre las ruinas de Dresde. El caso es que Nooteboom le ha abierto al hortelano el apetito de comprar los diarios de Julien Green; sentarse en el portalillo, abrir un nuevo libro mientras escuchas el  prodigio que acaba de ocurrir en el gallinero. ¿O por qué no releer a Klemperer? Los políticos que ves a diario en televisión ¿habrán leído alguno de estos diarios? Y si lo han hecho, ¿qué opinarán de los que siembran rencor y odio cada mañana, por la tarde y por la noche?