Segunda Etapa

12 septiembre 2020

En la noche del Juicio Final, los vigilantes estaban dormidos. No escucharon ninguna de las siete trompetas, ni el ruido de los truenos ni vieron los relámpagos. El teniente de guardia, además, estaba borracho. Pues, eso, Tulio: en los tiempos del coronavirus nos tocó en suerte un gobierno de incompetentes. En una tribu bien organizada, el hechicero llamaría a los ancianos y los pondría a concertar soluciones. Pero el brujo de la hora presente decretó el confinamiento y escanció la copa de la autocomplacencia. Los ancianos perecieron dentro de la choza

De «Liviandades»

El hortelano se ha propuesto reanudar su cuaderno, tantos años suspendido por culpa de otros devaneos. Y lo ha decidido esta mañana de finales de verano viendo a la gente de su pueblo enmascarada. Por ejemplo, en casa ya sabemos lo que es un “mascarillero”. O ¿de qué otro modo llamar a esa tabla en la que cuelgan 13 alcayatas previamente asignadas a cada uno de sus habitantes? Nuestra casa, aunque solo conserve la noble fachada y la toza, se ha convertido en refugio sentimental al que recurrimos para reconocernos como descendientes de un territorio apartado que todavía mantiene algunos atributos centenarios. No olvidarás el nombre de quien dirigió con sabiduría y generosidad su reconstrucción, y todavía lamentas no haberlo incorporado a un azulejo para que, al menos quienes nos sucedan, lo recuerden. Hace sólo unos días, alguien en el Altozano añadió un nuevo capítulo a la historia de la casa que habitas. En ella residió y tuvo taller un maestro orive llegado de Portugal para distribuir a sus hijos por los pueblos de la vecindad, todos ellos expertos en el arte de labrar la plata para engalanar a las campesinas de la comarca. “En tu casa nació mi abuelo porque allí su padre tenía el taller de orive”. Cuando la pandemia arreció en la pasada primavera, un anciano se escabulló de la residencia de mayores y a la hora de siesta lo encontraron aldabeando en la puerta. Los vecinos le reprendieron y él respondió que aquella era su casa y buscaba a su madre. Murió de coronavirus, pocos días más tarde. Me cuentan que procedía de familias de orives y, cuando niño, residió en esta casa. Habían pasado tres cuartos de siglo pero su cerebro seguía orientándole a “su” casa y a su madre. Si, como parece, la práctica de la filigrana en metales preciosos era oficio de judíos y en la toza de la chimenea está esculpido el árbol de la vida, díganme a mí por qué no puedo presumir de que la casa en la que ahora cuelga un “mascarillero” moraron judíos y que, tal vez por ello, en la ventana del dormitorio luce la cruz de los cristianos con el anagrama de Jesucristo. “Excusatio non petita…, acussatio manifesta”

  Has decidido reabrir la alacena de impertinencias cuando la mujer del vendedor de piñones y orégano te ha dicho con el noble acento campesino de esta tierra: “ya viénis del huertu; siempre acarreandu, como las jormiguinas”. Tal vez en la escuela a la mujer del vendedor de orégano le enseñaron la fábula de aquel poeta griego al que sus paisanos despeñaron por las rocas acusado de sacrilegio. Y debes confesar que la pertenencia a la tribu de las hormigas no te ha defraudado porque las “jormiguinas” debíamos ser especie a proteger entre tanta muchedumbre verbenera. Te ven ir y venir cada mañana, cada tarde, del huerto a casa y de casa al huerto con tanta frecuencia, ahora con una carretada de tomates, con el cubo de los huevos o con un ramo de hortelana y perejil como hoy es el caso. A veces te ven también con una brazada de rosas o de bulbos cuando se avecina la primavera. Pero la mujer del vendedor de orégano no sabe que lo que buscas con tanto trajinar de casa a la huerta es el acarreo de emociones primitivas -estas sí- en trance de desaparición.

El perejil y la hortelana -del huerto a la cazuela- sirven para sazonar un condumio de escasa reputación: la morcilla morenga. Tengo para mí que es una reliquia de mis antepasados árabes o judíos. La morenga está hecha con los entresijos, tripas y callos del cordero, además de cebolla, sal, perejil y algo la propia sangre del cordero. En un territorio en el que cerdo era y es el tótem de la cocina, es fácil entender la razón de que esta morcilla esté ayuna de los ingredientes cristianos. ¡Qué fantástica discriminación: morcillas cristianas de cerdo frente a morcillas judías o musulmanas de cordero! No me cabe duda de que la morenga está aquí desde que los árabes habitaban el castillejo o los judíos tenían sinagoga a dos pasos de donde, esta mañana, te has embebido hablando con el carnicero artesano de esta delicia gastronómica, al menos para quienes amanecimos inoculados de estos sabores ancestrales. Por si alguien se siente tentado a probarla, dos consejos básicos: cocción lenta junto a un trozo de cebolla y un ramo de hierbabuena. Mientras dure la cocción, cierre la puerta y abran de par en par la ventana. Con este perfume espeso, el rabino recitaría la Torá y el imán versos coránicos.

De regreso con el botín de las morenga, has reparado en la casa en la que vivió el hortelano que ayer enterraron. Era un hombre enjuto siempre con el cubo al brazo, otra “jormiguina”, presto siempre a la broma y con el que te gustaba conversar en la huerta cuando iba a recoger restos vegetales para sus gallinas. Por cierto, nunca llegaste a confirmar su teoría sobre la categoría superior de los huevos de gallina alimentada con restos de hortalizas. En esa casa que esta mañana sufre la ausencia de quien la adquirió con los ahorros de la esforzada emigración a Alemania, anduviste tú de niño aprendiendo los rudimentos que te sirvieron para aprender el oficio de las letras. La recuerdas aunque haga medio siglo que no la frecuentas. A la entrada, un zaguanillo; una estancia a modo de despachito, a la izquierda; a la derecha, el comedor y el dormitorio y, de frente, un pasillo hacia el corral y el establo. Tal vez la última vez que cruzaste el umbral fue para velar el cadáver del familiar muerto.

¡Las casas de los pueblos! Esas casas por las que ahora suspiran las gentes de ciudad para curarse del confinamiento urbano. ¡Cuántas veces has soñado con hacer un libro con la historia de las casas de los pueblos! Un libro que contara las peripecias de sus moradores en todo lo que la memoria alcanzase. Historias de vivos y muertos, de sucesos de gloria y de desgracias. En estas casas parían las mujeres de generación en generación y morían los hijos de sus hijos. Sus paredes conservan la huella del grito de la parturienta y el gemido de las muertes. Por supuesto, las risas de los niños y el rumor de las canciones campesinas.

 Con poco esfuerzo y colaboración podrías identificar las casas que habitaron tus abuelos y los abuelos de tus abuelos. Te sorprenderías de las historias que guardan estos muros como si de un cofre surgieran mercaderías asombrosas. A veces te has sorprendido, al tiempo que vas por una calle, recordando quiénes fueron los moradores de esta o aquella casa, y, como es larga ya la memoria, reconstruyes con visión panorámica la historia de un tiempo y de unos personajes mucho más sugerentes que los que ahora vemos enmascarados por la calle; que no es lo mismo un personaje tramitando el paro en la ventanilla el subsidio que un labriego aparejando las bestias para hacer la sementera. No me pidas, amigo Tulio, que compare la dignidad de aquel campesino con el infortunio de quien no tiene trabajo.

Pero ya nunca podrás hacer la historia de la calle Braceros como si fuera el relato de un nuevo Macondo, comenzado por la casa del maestro desvariado que vivía con una hermana tarada, o esa otra de la dos hermanas enclaustradas que nunca salían a la calle, o la siguiente con una saga de otras tres hermanas y un varón, una especie de gineceo, perfectamente jerarquizado, y la siguiente en la que vivía la última plañidera que tomaba asiento junto a la viuda para rezar tan pronto expiraba el muerto y sollozar tan alto como fuera el estipendio. La casa de la mujer a la que prestaban el chorizo o la morcilla para adobar los garbanzos de los pobres y desgrasar el cocido de los ricos. Pero ya no tienes tiempo para hacer el relato de las casas, muchas de ellas cerradas o en venta, en las que vivieron sagas familiares cuya memoria se desvanece. Casas a las que ronda la piqueta ignorante y asesina. Cuando derriban una de estas casas, sepan que están destruyendo la memoria compartida, el vínculo que nos une y nos cohesiona. Por eso te dio un ataque de ira aquella mañana cuando descubriste que una maquina comenzaba a derruir una de las casas blasonadas de la calle Pedro Díaz y te quisieron consolar diciendo que luego colocarían el escudo en la nueva fachada recién reconstruida. Tantas casas maltratadas, mutiladas, deshonradas por la ignorancia. Pocas otras cosas te producen más respeto y admiración que una casa centenaria. Así te entretiene y tal vez fatigues a los jóvenes contando las historias de las casas, por ejemplo el valor de estos tus amigos que han recuperado la memoria de alguno de los moradores de casas centenarias que idearon modos de progreso que las guerras y el fanatismo truncaron. En los desvanes han descubierto escritos que, si no los hubiera cubierto el polvo o el olvido, habrían servido para evitar el hundimiento económico de los pueblos. Y soy ingenuo cuando pienso que rescatar la memoria de estos hombres notables ayudará a despertar el genio de quienes todavía pueden soplar el rescoldo del talento de quienes trataron de inventar nuevos sistemas de bienestar antes de que los pueblos, mi pueblo, termine por convertirse en pavesa de un tiempo que ya no existe. Los pueblos, estos pueblos de secano y de modorra, serán a no tardar espacios condenados a la desaparición si alguien desde fuera no los salva. Carecen de toda posibilidad de regenerarse por sí solos.  ¿Quién se atreve a decirles a mis vecinos que este pueblo, y tantos otros como este pueblo, perviven gracias a los recursos ajenos? Si no se hubiera inventado la estructura de solidaridad de la vieja Europa, hoy crecerían ortigas junto a los muros de los templos.  Y no hace tanto tiempo que estas cosas ocurrieron…

Por la tarde, te has sentado junto al limonero del rincón en el que hace veinte años colocaste un azulejo con los versos de JRJ, aquellos de la más dulce melancolía escrita en versos, los que dicen que el canto de los pájaros sobrevivirá aunque el pueblo se hará nuevo cada año. Al poeta le gustaban los atardeceres y es conocido que se disponía cada día a presenciarlos con recogimiento y solemnidad. Estas tardes de finales del verano son las más silenciosas del año. Son tardes poco sólidas, casi evanescentes, presintiendo la vecindad el otoño, propensas a la melancolía y también al pensamiento más substancioso. Si estás atento, oirás el lejano graznido de una pareja de cuervos camino de los pinares. No hay pájaros cantando. Ni siquiera escucharás la algarabía con la que los vencejos despedían los atardeceres del verano. Estarán ya en remotos territorios a la espera de que la rueda de las estaciones los empuje de nuevo a los lugares donde anidaron. Recuerda que celebraste en la primavera, en la ciudad confinada, la llegada de los vencejos acreditando que el mundo no había terminado. Volverán los vencejos, Juan Ramón, y tú seguirás presente. Traerán bajo el ala la noticia de que el virus ha sido al fin confinado.

Un comentario en “Segunda Etapa

  1. Gracias, José Julián, por ese recuerdo entrañable de las casas y sus moradores de nuestros pueblos. Qué poco sabemos -sé- de las vidas de sus habitantes. Enhorabuena por reiniciar esta segunda etapa. Un abrazo
    Ernesto

    Me gusta

Deja un comentario